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sábado, 19 de septiembre de 2015

Corro por días como ayer (VÍDEO)


Corro por días como ayer.
Y cuando digo ayer, me refiero a una fecha inconcreta. 
A un tiempo íntimo y misterioso -¿cinco series de mil, una competición bendecida por los astros?- con desenlace feliz, ideal, inverosímil, 
más allá de los propios límites.

A la sesión en que lo difícil se vuelve fácil; 
en que alcanzas lo acostumbradamente inalcanzable, 
y quedas en paz contigo mismo.
Sólo por ese momento, estoy enganchado al deporte.
Y cuando hablo en primera persona no hablo de mí, sino de ti o de él, 
de cualquiera que con un plan invisible tatuado en sus vísceras se echa a correr; de todo aquél que conozca la satisfacción del deber cumplido, 
la marca conquistada que sólo nos importa a nosotros mismos pero que irradia tanta luz en derredor nuestro.
Escribo estas letras pensando en ti, en mí, en sudor que corona la frente, 
en las facciones sonrientes y afiladas que esculpe -pongamos- un fartlek recién hecho unos pocos segundos mejor de lo esperado; 
en homenaje a esa jornada de esfuerzo en plenitud, de fuerzas intactas. 
Quién supiera porqué el promedio de 4.05 por kilómetro se transforma un día en 3 minutos largos o larguísimos, que para el caso da igual porque el tránsito del 4 al 3, como del 5 al 4, es gigantesco cuando se hace con fluidez, y cuando las piernas lo piden y el sistema cardiovascular lo concede; cuando tu cuerpo funciona como el cuerpo de un atleta de nivel superior al que realmente eres.
No es un espejismo. 
Todos los corredores tenemos la certeza de que el día H existe porque lo hemos vivido alguna vez en la vida. 
Y si no, lo viviremos.
Conocemos la existencia de ese trance incluso antes de encontrarlo. 
A las pruebas me remito: lo buscamos en las sensaciones de cada mañana, entre la espesura de sobrecargas que nos reciben al levantarnos del lecho. 
Y da igual que los tendones crepiten y las articulaciones crujan. 
Cada amanecer albergamos la esperanza de que ésa, justamente, sea la fecha de correr como nunca.
Y aunque no lo sea, y aunque sepas que no lo es, exploras tu organismo. 
Y van pasando las horas hasta el momento de calzarte las zapatillas. 
E, instintivamente, sigues buscando señales de una confluencia mágica de motivación, fisiología y forma.
Después, lo normal es desengañarse en el calentamiento y ponerse el mono de faena, en vez del esmoquin; que pasen años hasta encontrar el instante dulce. 
A menudo, mientras dura la travesía en el desierto, 
cunde el hastío y queremos que la sesión acabe cuanto antes, 
bien por cansancio o bien porque el mundo real cancela el disfrute y te obliga a emparedar sesiones insípidas entre el horario de trabajo y las obligaciones domésticas.
Brendan Foster decía: 
“Ser atleta es estar todo el día cansad@”
Y así pasan las temporadas, y cumplimos con voluntad de hierro los planes, conformándonos con pequeñas sensaciones, 
canapés del momento sublime. 
Del entrenamiento banquete.
Por eso -porque es raro, porque es único- cuando llega el día de la excelencia te sientes igual que al besar a la reina del baile. 
O que al sentir el contacto con las nubes que coronan la montaña más alta de una cordillera hostil.
Por eso corremos 300 días al año, tal vez más, soportando el clima, 
el estrés, las renuncias, las decepciones. 
Por eso cada mes de septiembre, al empezar la temporada, estrenamos un nuevo diario del corredor en busca de una sola sesión, sólo una, 
de rendimiento máximo con placer.
Y he dicho deliberadamente placer. Porque si hay algo que saben los atletas, incluso los atletas lentos, es que rendir al máximo, 
darlo todo construyendo un proyecto hermoso, concede la felicidad
Y aunque esa felicidad resulte breve, cómo será de intensa, 
cómo de profunda y paradójica la capacidad de sentir del ser humano, 
que sufrimos durante años en busca de unos pocos minutos de felicidad verdadera. 

 La razón por la que se corre y se vive es para encontrar el camino de ayer. Para superar tu mejor recuerdo.

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